Instituto de Investigación de Recursos Biológicos
Alexander von Humboldt

Investigación en biodiversidad y servicios ecosistémicos para la toma de decisiones

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Las personas quieren vivir una experiencia, no escuchar recitar un guion

Nota de actualidad | Por: María Camila Méndez | 12/10/2022

Las personas quieren vivir una experiencia, no escuchar recitar un guión




Omar Gutiérrez

Mi nombre es Omar Gutiérrez, soy habitante de la comunidad del Corregimiento de Palermo. Soy hijo orgulloso de un par de campesinos de la región sur del Magdalena. Mi padre, Rafael Gutiérrez, era un campesino que cultivaba arroz. Como todos sabemos, cuando el arroz está en su cosecha, llegan muchas aves. Entonces, cuando yo tenía 6 o 7 años, veía las prácticas que utilizaba mi papá para atrapar aves: mezclaba azúcar con partes de un árbol de uvito, Cordia dentata, es el nombre en latín, para preparar una goma. Luego, buscaba una varita seca que untaba con esa goma. Cuando los pajaritos bajaban a comerse el arroz, se quedaban pegados en las varitas. Llegaban canarios, canario arrocero, rosita vieja, mochuelo, congo, papayero, degollado, yolofo, chirrío, dominicano, todos llegaban a alimentarse y quedaban pegados. Ahí mi padre aprovechaba para cogerlos y los seleccionaba. A las hembras las soltaba porque supuestamente las hembras no cantan, y se quedaba con los machos. En horas de la tarde, cuando yo veía a los animalitos todos maltratados, yo lo que hacía era que, disimuladamente, cuando mi papá se descuidaba, yo les abría la puerta y algunos se iban. Mi papá nunca me cogió en esa acción y yo dejaba la puerta abierta y los pajaritos salían pero le hacía creer que se habían escapado.

Barranquilla me acoge en el año 86. Nos vinimos porque mi papá decía que a él le hubiera dado tristeza ver a sus hijos montado en un burrito con un sombrero y un machete colgado. Mi padre nos saca del campo para brindarnos una mejor educación, para tener otra calidad de vida. Cuando llegué acá a la ciudad, empecé a estudiar. En esa época descubrí un lugar donde vendían aves. Con lo que me daban de la merienda, yo cogía e iba reuniendo plata y al cabo de dos semanas me compraba un pajarito, y lo encerraba en una jaula. Llegué a tener como 22 pájaros, tuve papayero, sinsonte, mochuelo, canarios, tuceros, rosita vieja, yolofo, pericos australianos, periquitos estos del género de las especies furpo, cotorra, también tuve turpiales. Mi casa estaba rodeada de puros pájaros, eso en la mañana era un espectáculo. Pero bueno, fui creciendo y, cuando tenía 12 años, ya estando en el bachillerato, con unos compañeros nos fuimos a jugar a un billar. En ese tiempo estaban prohibidos esos juegos para los niños. Nosotros nos fuimos uniformados con unos compañeros del colegio, pero nos cogió el Cuerpo Élite, que era una fuerza militar aquí de la ciudad. Me cogieron y me encerraron y me pusieron a lustrar botas. Lustré botas como desde la 1 de la tarde hasta las 7 de la noche, porque mi papá no quiso irme a buscar porque dijo que él no había educado delincuentes, quien me fue a buscar fue mi abuelo. Me llevé la pela del siglo. Cuando llegué a la casa, liberé los pájaros que tenía encerrados, porque yo mismo había tenido que vivir el encierro. Me tocó aguantar que me dieran la comida que a ellos se les daba la gana. Comprendí que lo mismo hacía yo con las aves al encerrarlas, porque ningún alimento que tú le des a un ave encerrada va a reemplazar los alimentos que le proporciona el mismo ecosistema. Desde ahí comencé mi actividad como pajarero.

Cuando cumplí los 13 años mi padre me llevó al Parque Isla de Salamanca. Era mi cumpleaños y mi papá me dijo que me tenía una sorpresa. Yo, emocionado con la sorpresa, como cualquier niño de esa edad, esperaba algo material. Pero no, mi papá me regaló un árbol de mangle rojo que todavía existe, está bien hermoso. Y desde ese entonces comencé a participar de grupos ecológicos. Siempre estuve en ese campo ambiental guiado por mi padre, porque mi padre fue un gran ambientalista y botánico, sabía preparar remedios con plantas. En mi familia somos 10 hermanos, el único que siguió con el legado de mi papá fui yo.

ave en árbol
La región del Atlántico cuenta con un registro de 442 especies de aves observadas en la aplicación eBird. Foto: Felipe Villegas


Yo me gradué del colegio mientras vivía en Barranquilla, pero, a partir del año 97 o 98, me vine a vivir a Palermo. Me quedé en Palermo porque me gustó la tranquilidad, había mucha naturaleza, había muchas aves. Después de graduarme, seguí trabajando con distintas fundaciones interesadas en la conservación del medio ambiente y en la investigación sobre aves como el colibrí manglero. Pese a que durante algunos periodos de tiempo tuve que alejarme de estas actividades por distintos motivos, yo siempre seguí siendo cercano al tema. Me iba para las áreas de manglar, para los humedales a observar aves, pero sin binoculares. Después de un tiempo, empecé a hacer mis observaciones de aves y ahí conocí la primera guía de aves, una guía de Proaves, Aves de Colombia, un libro muy pequeño que había traído en español. Posteriormente, comencé a guiar recorridos para observación de aves en los que participaban personas que llevaban muchos años dedicándose a observar aves y que, al notar mi interés, empezaron a compartir recursos conmigo. Uno de ellos, fue la primera persona que me regaló un binocular. Con esos recursos yo empecé a pulirme, porque yo conocía mucho el comportamiento y las actividades de las aves, pero me hacía falta el contexto científico, así que empecé a estudiar. Desde ahí comienza mi vida de pajarero, desde ese entonces no he parado, no he parado. Llevo 27 años pajareando.

Yo siempre he sido una persona que ha respetado y valorado el conocimiento local. Mis amigos, la mayoría, son viejitos. Yo pienso que es necesario escuchar al abuelo, a la persona que vivió el pasado y luego sí acudir al joven. Es importante conocer la información que puede brindar un pescador, un adulto, alguien que haya estado siempre en el lugar, pues son actores muy importantes para identificar aves. Es clave identificar a las personas adultas que estuvieron en el territorio, porque como vamos, se van perdiendo los conocimientos y se va perdiendo la información del lugar. Todos vamos partiendo, las personas van partiendo y nada queda escrito. ¿Cuánto conocimiento no se llevó mi padre a la tumba? Y yo soy de los que les gusta dar la información, porque es que uno no sabe qué pueda suceder y a mí me gusta compartirla.

Cuando vivía en Barranquilla, hacía todo lo contrario a cuidar aves. Era matarife, mataba reses en el matadero. Yo era muy joven, a los 18 años yo estaba matando reses. Estuve hasta los 22 años haciendo eso. Después dejé tirado ese trabajo, porque yo quería estudiar, quería hacer un curso en manejo de recursos naturales. En el matadero me dijeron que no me daban el tiempo para estudiar, entonces yo lo dejé tirado y pasé mucho trabajo por esa decisión. Uno busca las oportunidades, yo he sido de las personas que he buscado esas oportunidades, porque yo siempre me he movido en el campo ambiental.

En mi trabajo como guía turístico, he puesto en marcha los senderos interpretativos. Hay guías que te van recitando un guion, en cambio yo hago algo distinto. En un sendero interpretativo, por ejemplo, yo puedo partir del mangle rojo, que es salacuna de vida, resiste el impacto de las olas del mar y también entrega muchos beneficios, acoge a muchas especies en estado larvario. Allí viven los cangrejos, viven los mapaches, viven los caimanes aguja y ocurre un ciclo asociado a ese manglar. Después, llega un pajarito llamado colibrí manglero. Ese colibrí poliniza. El colibrí está garantizando el alimento para otras especies y la reproducción del mismo árbol. Entonces, si nosotros buscamos los senderos interpretativos, es para formar personas con muchos conocimientos y con valores. Si tú tienes un personal formado, que sabe la importancia de la conexión de un bosque, sea el bosque seco tropical o el bosque de manglar, un persona que reconozca el lugar primordial de las interacciones entre aves, bosque y mangle, y que parta desde lo más mínimo hasta lo último de la copa del árbol, entonces tú vas a generar una conexión dentro de un visitante. Porque al visitante puede que no le interesen las aves, pero sí le puede interesar el cangrejo o le puede llamar la atención saber que el manglar es hábitat de otras especies. Lo importante es tratar de generar la inquietud en las personas, que las personas se vayan con un interés. Las personas quieren vivir una experiencia, no escuchar recitar un guion. Esto supone escenarios muy importantes para trabajar con locales de la zona, pues con ellos podemos generar esas conexiones.

Yo creo que todo observador de aves es buena gente, porque se genera una conexión. Las aves son la mejor terapia que hay para las personas que sufren de estrés, para las personas que tienen problemas de ritmo cardiaco. Eso es una terapia super relajante. Hay otra cosa que tienen las aves, que es muy gomoso, entre tú más observas, más quieres saber, más quieres ver, y es una competencia sana y que beneficia directamente a las comunidades locales. Para avistar aves hay que tener paciencia, hay que madrugar mucho, por eso a uno le tiene que gustar. Las aves les avisan a los pescadores cuando hay recursos, cuando pasa el cardumen, porque vuelan sobre el cuerpo de agua, o llegan y se concentran. Donde está el poco de pájaros juntos, allá va a estar el pescador. Entonces es una interacción directa que hay entre el ser humano y las especies.

mercado de pescado
En la Ciénaga de Mallorquín habitan especies nativas de peces, como Mugil incilis, Cetengraulis edentulus, Diapterus rhombeus y Eugerres plumieri. Foto: Felipe Villegas


Suele suceder que, cuando vienen personas, investigadores, profesionales recién salidos de una universidad y se enfrentan con la realidad, no conocen las dinámicas del ecosistema. Entonces, ahí es donde entran los locales a hacer un aporte muy importante, los locales empiezan a hacer el aporte porque conocen la dinámica de su fauna, de su ecosistema y de sus aves. Al finalizar, cuando los científicos escriben documentos, rara vez se les reconoce a las comunidades locales sus aporte. O todavía es mucho más triste que en los documentos ni siquiera le dan la importancia a los nombres locales, que para nosotros son vitales, porque cada nombre común tiene un significado y cuando se desconocen, se desconoce la importancia cultural que tienen para la comunidad de donde extrajeron la información. Por ejemplo, la pavita de la muerte es un pájaro que canta y su canto es "pao, pao, pao, pao", y dicen que cuando ese pájaro canta, alguien se va a morir. Muchas veces no se le da el contexto cultural que debería llevar, y a mí me parece una falta de respeto con las comunidades, pues simplemente les dan un nombre en inglés y les dan un nombre en latín.

Yo siempre soñé con hacer esto, con pajarear y yo solo no lo iba a poder hacer. Yo tengo tanto conocimiento, porque yo mismo, por iniciativa propia, me tomé la tarea de conocer el entorno donde estoy. Eso es ser muy apasionado. Yo siempre quise ser reconocido en lo que hago y, cuando mi papá se me fue, para mí fue muy duro y yo le prometí que yo iba a seguir lo que él hacía. Eso como que fue una fuerza para seguir incursionando más en el tema, y para seguir conociendo sobre estos animalitos y sobre el entorno, conocer la historia de un lugar maravilloso.
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A veces uno no crece en estatura, pero crece en pensamiento

Nota de actualidad | Por: María Camila Méndez | 12/10/2022

Aquí en esto uno tiene que tener sangre de gallina




Alberto Florián

Mi nombre es Alberto Florián, tengo 70 años, soy del municipio de Malambo. Me gradué del bachillerato en el 78, de un colegio de acá de Barranquilla. Mis padres eran campesinos de Malambo, trabajaron la tierra. Mi papá fue jornalero y mi mamá trabajó la alfarería, sacaba el barro de la Ciénaga de Malambo. En mi familia fuimos nueve hermanos. Casi todos mis hermanos hemos trabajado aquí en el mercado, pero ahora solo quedamos trabajando dos.

Este negocio fue una herencia que mis padres dejaron. Después de que mi padre se retiró de su trabajo en las labores del campo, buscó qué hacer y él y mi mamá se vinieron para acá y comenzaron a laborar los dos. Cuando mis hermanos y yo salíamos del colegio en Malambo, cuando todavía estábamos haciendo la primaria, nos veníamos para acá a ayudar. Desde siempre, mis papás se dedicaron a vender fríjoles, porque eso era de lo que más se daba en el campo. Unas veces le compraban los fríjoles a un vecino que cultivaba cerca a la casa donde vivíamos. En ese tiempo, lo que había acá, en este lugar, era como una especie del Playón, un espacio grande, hasta el otro sector de la calle 43B. La gente trabajaba en unas mesas, otros tiraban al suelo su mercado para ofrecerlo en unos sacos. Lo que sí había eran como unas bodegas de naranja, donde se almacenaban la naranja y las patillas. En la madrugada todo el mundo sacaba sus negocios por partes. Así era La Magola. Después fueron haciendo quioscos, fue desapareciendo eso del piso, ya todo el mundo se fue organizando, fue la misma gente que empezó a poner techo para la lluvia, a organizar los pasillos.

Cuando comencé el bachillerato, se interrumpieron un poco mis visitas al mercado, porque solo podía venir los sábados y domingos, el resto de la semana lo dedicaba a estudiar. Era más pesado y tenía que ser más responsable con el estudio. Tres años antes de graduarme del colegio, conocí a una muchacha. Para el tiempo de yo graduarme, ella quedó embarazada. Aquí en Barranquilla estaba la Universidad del Atlántico y no era tan grande como ahora, no ofrecía tantas carreras. Entonces me salió un patrocinio para ir a estudiar a Cartagena. Mi pareja me dijo que se iba conmigo a Cartagena, para que yo pudiera estudiar, pero yo decidí que no me iba, porque yo dependía de mis padres y no podía sostener a la familia allá. Yo quería estudiar medicina. Después de eso yo continué trabajando, vendía fríjoles en el mercado en un puesto diferente al de mis papás. Lo más prudente que yo podía hacer en ese momento era tener ese puesto de fríjoles, pues conseguir otro trabajo era difícil.

Cuando ya mi hijo nació, nosotros vivíamos en una finquita de Malambo. Así transcurrió el tiempo, hasta que un día ella me dijo que quería acompañarme al mercado para vender lo mismo que yo vendía. Entonces, ella comenzó a tener su propio negocio. Yo madrugaba mucho para comprar artículos para ella y artículos para mí. Y así fue creciendo, fue creciendo el negocio. Hicimos una casita que teníamos en Malambo y así nos pudimos ir de la finca de mis suegros, que era donde vivíamos antes. Durante un tiempo, antes de que compráramos nuestra casa, yo alcancé a vender frutas en Barranquilla, cerca del Paseo Bolívar. He tenido la oportunidad que Dios me ha dado de tener buena mente para hacer lo que me agrada hacer. Mi hijo ya tiene 47 años. Me dio dos nietos y dos bisnietos. Mi hijo trabaja en Soledad arreglando carros. Él vive conmigo en Malambo.

granos de plaza
Las plazas de mercado son centros de biodiversidad y de intercambio de conocimientos. Foto: Felipe Villegas


Después de un tiempo hubo un desalojo de puestos y así fue como se conformó lo que ahora llaman el mercado El Playón. Eso fue en la alcaldía del cura Hoyos, Bernardo Montoya, que era antioqueño. Él mandó a desalojar a toda esta gente, por temas que, en su momento dijeron, era ocupación indebida del espacio público, y tumbaron el mercado ese que estaba bueno. Lo que ahora es el Playón no llega ni a una quinta parte de lo que era el mercado anteriormente. Cuando sucedió ese desalojo, se perdieron los puestos. En ese momento mi pareja tomó la decisión de quedarse nuevamente en la casa. Yo seguí trabajando, aunque mi puesto también se perdió. Lo que hice fue empacar bastantes fríjoles en una cajita, en una "chacita" de madera en la que metía varias cosas para vender por el mercado. En ese tiempo no había casi tiendas, el aforo del público era impresionante. Ahora ya no, la tendencia se ha perdido. Un domingo aquí la gente se empujaba para comprar. Ahora no, ahora hay muchos supermercados. En cada barrio hay una Olímpica, las élites de la ciudad son dueñas de esos negocios.

Cuando los funcionarios de espacio público se calmaron, yo volví otra vez a este puesto, a este lugar. En ese entonces no vendíamos todavía en una mesita, sino que poníamos cajas, pensando en que, si la alcaldía nos las quitaba, pues no perdíamos mucho dinero, porque las cajas no costaban casi nada. Anteriormente aquí se pagaba una "introducción de venta", como lo denominaban. Era un tiquetico que uno tenía que comprar para poder vender acá. Después aparecieron los sindicatos. Se les pagaba 1 000 pesos o 500 pesos por semana, pero nunca vimos mucha gestión de su parte. Una vez me enfermé, me iban a operar del corazón, duré 12 días internado en un hospital y durante ese tiempo solo vi la cara de unos cuantos amigos, pero nunca vi la cara del presidente del sindicato ni del secretario, ni del tesorero.

Mis clientes dicen que es bonito comprar en el mercado porque no encuentran en otro lugar lo que encuentran aquí. Durante todo el tiempo que he vendido en este mercado y gracias a que crecí en el campo, he aprendido los secretos del cultivo de los fríjoles. Cuando yo era niño me iba para las parcelas de mis familiares y ellos nos enseñaban a sembrar. Así aprendí a sembrar yuca. En mi casa en Malambo yo tengo yuca sembrada, hay árboles de ciruela, naranja, mango, guanábana. Otras cosa que he aprendido acá es que el fríjol cabecita negra o caraota solo tarda 55 días en crecer, cuando tienen un color amarillo, es porque tienen 60 días. El zaragoza blanca se demora cuatro meses. Estos fríjoles hay que cogerlos secos, porque si se cogen verdes, después no cogen el color blanco que los identifica. Es necesario calcular los tiempos de siembra para que la cosecha pueda recogerse antes de que el invierno llegue, porque si no se hace, se pierde. Uno siembra a comienzos de enero hasta comienzos de febrero, porque ya más adelante, si se mete el invierno, se puede dañar. También comparto con mis clientes secretos para hacer recetas, por ejemplo, el arroz con coco y fríjoles cabecita negra.

Todo ese largo camino acá, todo eso lo he vivido. A veces uno no crece en estatura, pero crece en pensamiento. El tiempo me ha dado la experiencia de saber manejar esto y, sobre todo, lo que es más bonito, saber tratar a las personas que vienen a comprar lo que yo vendo. Yo siempre me mantengo aseando mi puesto de trabajo, lavando los fríjoles. No me gusta trabajar sobre el mugre. Yo disfruto lo que hago, porque es que esta es mi forma de trabajo. Para mí es garantizado mi trabajo, no dependo de nadie, dependo de mí mismo, porque nadie me va a decir a mí "¿por qué no viniste hoy a tal hora?, ¿o por qué te quedaste en la casa?". Y esto, vuelvo y lo repito, lo amo, me encanta. También me gusta porque me mantengo ocupado todo el tiempo: empacando los fríjoles, desgranando guandul, cambiando los plásticos sobre los que los dispongo. Amo lo que hago aquí, amo lo que me ha dado vida, lo que me ha dado para vivir. Tampoco es que esto me haya dado comodidades ni esas cosas, pero me ha permitido vivir. Este trabajo es duro, tenemos que aguantarnos los horarios difíciles, los desalojos frecuentes.

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Me siento feliz cuando arranco un palo de yuca que yo sembré

Nota de actualidad | Por: María Camila Méndez | 12/10/2022

Me siento feliz cuando arranco un palo de yuca que yo sembré




Alejandro Pérez Contreras 1

La vida mía ha sido bastante complicada porque yo no soy de por aquí de esta región. Yo nací en El Carmen, Norte de Santander. Mis padres vienen de familia campesina. Mi papá era albañil, pero mi madre sí provenía del campo. Mi madre perdió todo en La Violencia, sus papás fueron asesinados por ser liberales. Entonces mi madre tuvo que desplazarse al pueblo y allí se dedicó a ser ama de casa, viviendo con mi papá.

Nosotros no tuvimos una orientación sobre las labores del campo de parte de mis papás, porque ellos ya estaban en el pueblo, el pueblo de El Carmen que es un pueblo pequeño. Yo pude estudiar hasta cuarto o quinto de primaria. No pude hacer más, en aquel tiempo era muy complicado, uno no tenía para un cuaderno, una cartilla, era una pobreza muy extrema. Entonces, tuve un profesor que provenía de una familia campesina, se llamaba Reynel Quintero Chinchilla. Él tenía raíces campesinas. Nos enseñó, en una granja que era del municipio, a cultivar las hortalizas. Junto con los compañeros del curso que estábamos interesados en esas clases, comenzábamos a picar piedra, a hacer semilleros, a sembrar distintas hortalizas. Yo creo que el amor por la agricultura surgió ahí, porque aprendí a sembrar el cilantro, el rábano, la lechuga, el pepino. Entonces fui cogiendo un amor por la agricultura. Yo decía, "cuando yo llegue a la universidad, yo voy a estudiar para agrónomo”, algo así. Siempre se me metía en la cabeza eso, y mi mamá es campesina, y eso me llenaba como más de emoción. Pero creo que viene de ahí, de esa enseñanza desde la primaria. Eso debería enseñarse en los colegios. Pero usted ve que los muchachos llegan a escoger carrera y a ninguno le interesa el agro, ninguno quiere ser campesino, como si eso fuera lo peor, y resulta que ahí es donde está la vida, los alimentos. Entonces necesitamos jóvenes que estén interesados en la agricultura y que el gobierno ayude.

plaza de mercado
Según el DANE (2022), en el trimestre mayo - julio de este año, 14.454 personas se identificaron subjetivamente como campesinas. Foto: Felipe Villegas.


Desde muy niño, en compañía de mis dos hermanos mayores, nos dedicamos a recolectar café, andábamos por todas las regiones cafeteras recolectando café. Comenzamos a coger por el Cesar, por Santa Marta, por muchas partes de Colombia comenzamos a recoger café. Vivíamos de región en región, hasta que llegó el momento que nos quedamos en la Sierra Nevada de Santa Marta, por allá por el año 1970 o 1972. Yo era muy jovencito, tenía unos 14 o 15 años. En la Sierra estuvimos trabajando por Santa Clara, Sacramento, San Pedro de La Sierra, Lourdes, Minga, La Tagua, Río Piedra, todas esas regiones las conocimos. En aquel tiempo la carga de café valía 11 000 pesos y nosotros ya llegábamos a recolectar una buena cantidad de café. Teníamos casi 25 000 matas de café para sembrar unos semilleros enormes. Si hubiéramos seguido sembrando café en este tiempo, ya estaríamos cogiendo como 1000 bultos. Claro, porque éramos tres con el mismo potencial y con la misma visión, estábamos enfocados era en el café. Nosotros empezamos con el café porque éramos recolectores y veíamos que se movía la plata y había una bonanza cafetera en los años 70.

Por la región donde recogíamos café decidimos comprarle un baldío a un señor con los ahorros de los tres. En esa tierra comenzamos a sembrar semillas de plátano, de café, de caña. Con el tiempo y a medida que fue prosperando la finca, pudimos llevar a mis papás a vivir a Ciénaga, Magdalena, a una mejora que habíamos comprado y donde pudimos hacer una casita para ellos. Mientras hacíamos la finca, viajábamos para trabajar por contratos en otros lugares de la región. Con las ganancias de esos contratos, que eran pagos por trabajos como limpiar terrenos, íbamos ahorrando para poder trabajar en nuestra tierra. Le metíamos candela, comenzábamos a sembrar, pero ya íbamos preparados con comida y plata como para poder trabajar de forma continua y sin salir de la finca por unos tres meses. Cuando se acababa la compra, entonces el mayor decía: "ven, yo voy a comprar lo que hace falta". Y seguíamos sembrando otras cosas, como fríjol y arroz. Con el tiempo, ya hicimos un pilón, teníamos el plátano, la yuca, la piña. Ya había abundancia. También comenzamos a tener gallinas y dos o tres cerdos que engordábamos ahí. Así, poco a poco, fuimos haciendo la finca.

Cuando ya estábamos acomodados, la finca también comenzó a producir café, comenzamos a sacar café. Eso nos permitió comprar otra finca. Pero, al poco tiempo, la violencia que acechaba la región terminó afectando a mi familia: dos de mis hermanos fueron asesinados y yo tuve que salir huyendo. Hay que perdonar para que no haya odio, para que haya paz. Yo perdoné. Mire, después de que me hicieron daño, mire donde estoy. Después de tener comida en mi finca, ahora sigo vendiendo, sigo educando a mis nietos, ayudando a los que necesitan estudiar en la universidad. Tengo el alma en paz y le pido a Dios por una Colombia mejor.

Después de que matan a mis hermanos a mí me persiguen. Me querían matar porque como yo conocía a todo el mundo allá. Entonces me vine para acá, para otra región, escapando. Mi vida fue una agonía, como dice la Biblia: como un impío. Me tocaba correr, huir, sin deber nada, hasta que vine a Barranquilla. Llegué acá porque no tenía plata. Yo pensaba irme lejos, pero entonces el dolor de mis hermanos que estaban allá me lo impedía. Yo decía: "algún día tengo que sacarlos, no me puedo ir lejos". Como ya no tenía nada, me tocó trabajar en lo que sea. Me tocó sostener mi hogar y sostener a mi mamá y a mi papá que estaban viejos porque ya mis hermanos y la finca no existían. Para ese momento ya tenía dos hijas, que ahora viven en Bogotá y se dedican a vender cilantro en Corabastos. Esos años de persecución fueron un dolor muy grande, porque yo huía con mi familia. Arrancaba con mis hijos y me tocó dormir con ellos por ahí en la orilla del río con un nylon y como sea trabajar en construcción, albañilería, en jornadas largas hasta las once de la noche por 7 000 pesos. Tenía que pagar colectivo, comida, me daban hasta las once de la noche trabajando por ahí en casas. Una lucha muy tremenda. Además, haciendo esos trabajos, sufrí la estigmatización de las personas, que me miraban raro por ser desplazado. "Si es desplazado es porque algo hizo malo en su tierra", pensaban. Y perdí trabajos como albañil por eso, porque la gente que me contrataba se enteraba de que yo era desplazado y empezaban a sospechar de mí. Y lo que me ganaba, me alcanzaba por ahí para medio comer mis hijos.

Así estuve trabajando como por siete meses, hasta que me encontré a una persona que conocía de antes y que me invitó a que viniera al mercado a vender cilantro. Me dijo que trabajara con él. Y a lo último cogí y me independicé, comencé a trabajar por cuenta mía. Busqué unos patrones y me dijeron: "no, yo te mando de Ocaña pa'l Valle cilantro". Y dije: "bueno, listo". Y entonces a mi hijo mayorcito lo metí aquí para que fuera aprendiendo. Y se volvió mayorista, ahora es mayorista. Cuando llegué a trabajar acá en este mercado, esto no existía, estas vías las estaban arreglando. Yo trabajaba con un mayorista acá, en el suelo. En la noche tendíamos esta tarima y ahí poníamos el cilantro.

Entonces cuando ya la acababa, cogía 100 rollos, 200 rollos, los ponía en la tarima aquí, porque esto tenía que quedar el espacio abierto. Entonces ponía ahí y vendía hasta las ocho, nueve de la mañana. Después, cuando conseguí la tierra, la gente acostumbrada a verme en ese puesto me comentaba cuando lo iban a usar para vender sus propias cosas mientras yo no estaba. A lo último se quedaron con los puestos que eran míos. Para no pelear, no le paré bolas a eso. Entonces me quedé aquí, en este puesto. Y así compré la casa de mi familia y le di educación a mis hijos, porque del gobierno nunca recibí ayuda por ser parte de la población desplazada de este país. Tampoco he podido ir a recoger los cuerpos de mis hermanos, que permanecen en la finca, para darles cristiana sepultura.

hierbas y lavados
Muchas de las y los trabajadores de las plazas de mercado llevan consigo el relato de la desigualdad y la violencia en Colombia. Foto: Felipe Villegas


Sí, y entonces fui trabajando. Y entonces estando en el río, por acá cerquita, alquilé una tierra en una isla que se llama Carica, cerca de Barranquilla, pero que ya pertenece a Magdalena. Allí hice un proyecto piscícola. Llegué a tener como unos 36 000 bocachicos. Cuando vendí eso, compré la casita acá en Barranquilla. En esa tierra también comencé a sembrar fríjol, yuca, cosas así. Hasta llegué a tener ganado otra vez ahí. Pero en una crecida el río llegó y me ahogó los terneros, me ahogó los carneros, me hundió toda esa cosa. Yo me decepcioné. Los que quedaron los vendí y vendí la tierra porque no era conocedor de que allí se formaba una inundación tan grande. Entonces busqué con las escrituras públicas para que me hicieran un préstamo de siete millones de pesos para volver a salir adelante, y no me lo hicieron por las escrituras, sino por lo que yo vendía aquí en este mercado. Resulta que del préstamo ese de siete millones me entregaron seis millones porque había que sacar un seguro no sé qué cosa. Pero yo la plata no la utilicé para nada, sino que la utilicé para sembrar hortalizas: compré un motor, compré mangueras... Y en el transcurso del pago, me tocó pagar casi 13 millones de pesos. Por los seis que me entregaron, pagué como casi 13 millones. Una barbaridad. Uno qué va a sembrar yuca, maíz, todas esas cosas, si uno tiene intereses muy altos. Eso debe ser algo que el Estado debe representarlo a uno, porque uno está trabajando es para el Estado, prácticamente. Muchas personas se aburren por esas cosas. Entonces, llega un ganadero de los más ricos y le prestan grandes cantidades de plata. Llega, por ejemplo, un palmicultor para cultivar palma de aceite y le entregan una cantidad de millones. Pero uno que va a sembrar yuca, cilantro, que va a comprarse unos cerdos, unos chivos para uno salir adelante, y le prestan una miseria y tiene que hacer muchas vueltas. Mejor dicho, y a lo último le salen prestando nada.

Hace seis meses me arrendaron un pedazo de tierra con una casita en Galapa. Y ya llevo un cultivo grande de cebolllín y cilantro. Ya le estoy cogiendo el tiro, porque ahoritica esto en el transcurso de estos cuatro meses se pone super carísimo aquí, porque como hay inundaciones por la crecida del río, se pierden las cosechas. Pero como ahora estoy en tierra alta, entonces la estoy sembrando, la estoy arrancando y la estoy sembrando. Voy a ver si siembro unas dos hectáreas de esto. Entonces comienzo a cosechar en octubre, noviembre y diciembre y en esos meses comienzo a sacar la plata. Eso se pone como a 8 000 o 10 000 pesos y yo pienso sacar 4 000 o 10 000 rollos. Ahora está a 7 000 o 6 000. De aquí a allá voy a sacar esa cosecha. Es como si tuviera un ahorro, pero con intereses.

seleccionando hierbas
En el primer trimestre de 2021, el Banco Agrario prestó más de 938 mil millones al sector agropecuario, de los cuales 647.529 millones fueron demandados por pequeños productores (69%). Foto: Felipe Villegas


Cada planta es como los árboles y como las aves, tiene un misterio. Por ejemplo, las plantas de clima caliente, no sirven en el clima frío, las plantas del clima frío, no sirven aquí en lo caliente. Si siembro aquí la remolacha, aquí no me da remolacha, porque la remolacha es de clima frío. Entonces, el cilantro: aquí se da por tiempo un cilantro, pero llega un tiempo que no se da, porque tiene que ser una semilla que se adapte al clima caliente. El cebollín es del clima caliente. El culantro es del calor. Hay plantas que son de varios climas, como los árboles. Para sembrar, busco las plantas que dan en el clima caliente, como el ají topito, el cebollín, una batata. Pero no voy a sembrar plantas que son de clima frío porque salgo perdiendo. Hoy en día, la mayoría de las personas usan mucho los químicos, los venenos para las plagas, los fertilizantes para que la planta se desarrolle. Yo solamente si es una rareza los utilizo, solo si estoy muy acosado de trabajo, porque yo mismo preparo mi propio abono. Yo tengo una receta de 15 páginas, donde se prepara, por ejemplo, boñiga de vaca, el tamo de arroz, el carbón mineral, el carbón vegetal. Eso se revuelve y es el mejor abono que hay para las plantas, es natural. Ese lo aprendí a hacer con mi profesor de primaria y lo fui llevando a la práctica.

Una vez hice un curso en el SENA, en manejo de tierra, después de llegar aquí a Barranquilla, y de pronto en una clase yo le dije a un profesor: "yo sé fabricar este abono". Me dijo: "¿cómo así? ¿Cómo se hace?". Y tan tan, me acordé, me acordé perfecto. Tengo una memoria muy buena, yo recuerdo todo, desde niño todo lo recuerdo perfectamente. Entonces, el profesor me preguntó en dónde lo había aprendido a hacer y yo le eché el cuento. En aquel tiempo, resulta que al curso que hice entré como víctima del conflicto armado a hacerlo, y cuando fueron a dar la certificación, me preguntaron por el estudio que había tenido. Les dije que no tuve estudio. Entonces el que nos daba la clase a nosotros dijo: "¿cómo así? Si este curso para hacerlo la persona tiene que tener mínimo segundo de bachillerato. Tú eres uno de los mejores de la clase, pero si tú hubieras dicho que tenías esa edad, tenlo por seguro que no te hubiéramos metido". Y yo: "bueno, ya lo hice". Después quería hacer un curso de especies menores, de chivos, de cosas así, pero no me dejaron porque tenía que tener el bachillerato. Les dije: "no, pero déjenme, así no tenga los estudios. Quiero que me dejen. Yo sé de animales". No me dejaron, pero quería hacerlo.

Estoy acá, y amo tanto la tierra, que estoy trabajando a la edad mía. Mis hijos me regañan, me dicen: "papi, si tú con lo que te ganas ahí, tú vives sabroso, relajao, puedes ahorrar". Pero no, no, a mí me encanta trabajar la tierra. El amor mío por la tierra es algo que no tiene comparación. Para mí ni la plata del mundo, yo estoy feliz, me siento feliz cuando yo estoy regando las matas, cuando estoy sembrando me siento contento, como si estuviera con mi familia. Algo agradable. Y si estoy en un negocio así, como ahora, no siento la misma felicidad como cuando yo estoy sembrando. Porque, a la edad mía, soy productivo, y eso me llena de orgullo, sembrar alimentos para la gente, para mis nietos, para mí mismo. Me siento feliz cuando arranco un palo de yuca que yo sembré o una mata de ñame que yo sembré, que yo le llevo a mi familia, que mis nietos comen. Yo me siento orgulloso, feliz de ver eso. Y así ha sido desde que era niño.

1El nombre ha sido cambiado para proteger la identidad de la persona que relata esta historia.
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