Nota de actualidad | Por: María Camila Méndez | 12/10/2022
Aquí en esto uno tiene que tener sangre de gallina
Alberto Florián
Mi nombre es Alberto Florián, tengo 70 años, soy del municipio de Malambo. Me gradué del bachillerato en el 78, de un colegio de acá de Barranquilla. Mis padres eran campesinos de Malambo, trabajaron la tierra. Mi papá fue jornalero y mi mamá trabajó la alfarería, sacaba el barro de la Ciénaga de Malambo. En mi familia fuimos nueve hermanos. Casi todos mis hermanos hemos trabajado aquí en el mercado, pero ahora solo quedamos trabajando dos.
Este negocio fue una herencia que mis padres dejaron. Después de que mi padre se retiró de su trabajo en las labores del campo, buscó qué hacer y él y mi mamá se vinieron para acá y comenzaron a laborar los dos. Cuando mis hermanos y yo salíamos del colegio en Malambo, cuando todavía estábamos haciendo la primaria, nos veníamos para acá a ayudar. Desde siempre, mis papás se dedicaron a vender fríjoles, porque eso era de lo que más se daba en el campo. Unas veces le compraban los fríjoles a un vecino que cultivaba cerca a la casa donde vivíamos. En ese tiempo, lo que había acá, en este lugar, era como una especie del Playón, un espacio grande, hasta el otro sector de la calle 43B. La gente trabajaba en unas mesas, otros tiraban al suelo su mercado para ofrecerlo en unos sacos. Lo que sí había eran como unas bodegas de naranja, donde se almacenaban la naranja y las patillas. En la madrugada todo el mundo sacaba sus negocios por partes. Así era La Magola. Después fueron haciendo quioscos, fue desapareciendo eso del piso, ya todo el mundo se fue organizando, fue la misma gente que empezó a poner techo para la lluvia, a organizar los pasillos.
Cuando comencé el bachillerato, se interrumpieron un poco mis visitas al mercado, porque solo podía venir los sábados y domingos, el resto de la semana lo dedicaba a estudiar. Era más pesado y tenía que ser más responsable con el estudio. Tres años antes de graduarme del colegio, conocí a una muchacha. Para el tiempo de yo graduarme, ella quedó embarazada. Aquí en Barranquilla estaba la Universidad del Atlántico y no era tan grande como ahora, no ofrecía tantas carreras. Entonces me salió un patrocinio para ir a estudiar a Cartagena. Mi pareja me dijo que se iba conmigo a Cartagena, para que yo pudiera estudiar, pero yo decidí que no me iba, porque yo dependía de mis padres y no podía sostener a la familia allá. Yo quería estudiar medicina. Después de eso yo continué trabajando, vendía fríjoles en el mercado en un puesto diferente al de mis papás. Lo más prudente que yo podía hacer en ese momento era tener ese puesto de fríjoles, pues conseguir otro trabajo era difícil.
Cuando ya mi hijo nació, nosotros vivíamos en una finquita de Malambo. Así transcurrió el tiempo, hasta que un día ella me dijo que quería acompañarme al mercado para vender lo mismo que yo vendía. Entonces, ella comenzó a tener su propio negocio. Yo madrugaba mucho para comprar artículos para ella y artículos para mí. Y así fue creciendo, fue creciendo el negocio. Hicimos una casita que teníamos en Malambo y así nos pudimos ir de la finca de mis suegros, que era donde vivíamos antes. Durante un tiempo, antes de que compráramos nuestra casa, yo alcancé a vender frutas en Barranquilla, cerca del Paseo Bolívar. He tenido la oportunidad que Dios me ha dado de tener buena mente para hacer lo que me agrada hacer. Mi hijo ya tiene 47 años. Me dio dos nietos y dos bisnietos. Mi hijo trabaja en Soledad arreglando carros. Él vive conmigo en Malambo.
Las plazas de mercado son centros de biodiversidad y de intercambio de conocimientos. Foto: Felipe Villegas
Después de un tiempo hubo un desalojo de puestos y así fue como se conformó lo que ahora llaman el mercado El Playón. Eso fue en la alcaldía del cura Hoyos, Bernardo Montoya, que era antioqueño. Él mandó a desalojar a toda esta gente, por temas que, en su momento dijeron, era ocupación indebida del espacio público, y tumbaron el mercado ese que estaba bueno. Lo que ahora es el Playón no llega ni a una quinta parte de lo que era el mercado anteriormente. Cuando sucedió ese desalojo, se perdieron los puestos. En ese momento mi pareja tomó la decisión de quedarse nuevamente en la casa. Yo seguí trabajando, aunque mi puesto también se perdió. Lo que hice fue empacar bastantes fríjoles en una cajita, en una "chacita" de madera en la que metía varias cosas para vender por el mercado. En ese tiempo no había casi tiendas, el aforo del público era impresionante. Ahora ya no, la tendencia se ha perdido. Un domingo aquí la gente se empujaba para comprar. Ahora no, ahora hay muchos supermercados. En cada barrio hay una Olímpica, las élites de la ciudad son dueñas de esos negocios.
Cuando los funcionarios de espacio público se calmaron, yo volví otra vez a este puesto, a este lugar. En ese entonces no vendíamos todavía en una mesita, sino que poníamos cajas, pensando en que, si la alcaldía nos las quitaba, pues no perdíamos mucho dinero, porque las cajas no costaban casi nada. Anteriormente aquí se pagaba una "introducción de venta", como lo denominaban. Era un tiquetico que uno tenía que comprar para poder vender acá. Después aparecieron los sindicatos. Se les pagaba 1 000 pesos o 500 pesos por semana, pero nunca vimos mucha gestión de su parte. Una vez me enfermé, me iban a operar del corazón, duré 12 días internado en un hospital y durante ese tiempo solo vi la cara de unos cuantos amigos, pero nunca vi la cara del presidente del sindicato ni del secretario, ni del tesorero.
Mis clientes dicen que es bonito comprar en el mercado porque no encuentran en otro lugar lo que encuentran aquí. Durante todo el tiempo que he vendido en este mercado y gracias a que crecí en el campo, he aprendido los secretos del cultivo de los fríjoles. Cuando yo era niño me iba para las parcelas de mis familiares y ellos nos enseñaban a sembrar. Así aprendí a sembrar yuca. En mi casa en Malambo yo tengo yuca sembrada, hay árboles de ciruela, naranja, mango, guanábana. Otras cosa que he aprendido acá es que el fríjol cabecita negra o caraota solo tarda 55 días en crecer, cuando tienen un color amarillo, es porque tienen 60 días. El zaragoza blanca se demora cuatro meses. Estos fríjoles hay que cogerlos secos, porque si se cogen verdes, después no cogen el color blanco que los identifica. Es necesario calcular los tiempos de siembra para que la cosecha pueda recogerse antes de que el invierno llegue, porque si no se hace, se pierde. Uno siembra a comienzos de enero hasta comienzos de febrero, porque ya más adelante, si se mete el invierno, se puede dañar. También comparto con mis clientes secretos para hacer recetas, por ejemplo, el arroz con coco y fríjoles cabecita negra.
Todo ese largo camino acá, todo eso lo he vivido. A veces uno no crece en estatura, pero crece en pensamiento. El tiempo me ha dado la experiencia de saber manejar esto y, sobre todo, lo que es más bonito, saber tratar a las personas que vienen a comprar lo que yo vendo. Yo siempre me mantengo aseando mi puesto de trabajo, lavando los fríjoles. No me gusta trabajar sobre el mugre. Yo disfruto lo que hago, porque es que esta es mi forma de trabajo. Para mí es garantizado mi trabajo, no dependo de nadie, dependo de mí mismo, porque nadie me va a decir a mí "¿por qué no viniste hoy a tal hora?, ¿o por qué te quedaste en la casa?". Y esto, vuelvo y lo repito, lo amo, me encanta. También me gusta porque me mantengo ocupado todo el tiempo: empacando los fríjoles, desgranando guandul, cambiando los plásticos sobre los que los dispongo. Amo lo que hago aquí, amo lo que me ha dado vida, lo que me ha dado para vivir. Tampoco es que esto me haya dado comodidades ni esas cosas, pero me ha permitido vivir. Este trabajo es duro, tenemos que aguantarnos los horarios difíciles, los desalojos frecuentes.