Instituto de Investigación de Recursos Biológicos
Alexander von Humboldt

Investigación en biodiversidad y servicios ecosistémicos para la toma de decisiones

conexion vital

US National Parks Service: muerte por amor (Columna de Brigitte Baptiste)

Brigitte Baptiste, directora del Instituto Humboldt
18/08/2016
 
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El próximo 25 de agosto se celebrará en Yellowstone, el área protegida insignia de los Estados Unidos de América y modelo de muchas, el primer centenario del servicio nacional del sistema de parques de ese país. La discusión central de la conmemoración será la el riesgo de “muerte por amor”: los grandes parques no aguantan un visitante más y eso que estamos hablando de áreas gigantescas como el Cañón del Colorado o Yosemite. Claro, no solo les preocupa el exceso turístico, porque allá también hay amenazas mineras y petroleras, y agrias disputas por los derechos de administración.

El punto central es la economía del sistema. Según un artículo reciente del NYT, del cual casi copié el título, la historia de los parques ha estado marcada ante todo por la indiferencia del Congreso, a pesar del símbolo nacional que representan, su contribución en beneficios a la calidad de vida y su rol en la recreación y educación. El sistema recibe cada vez menos inversiones y se debate entre subir las tarifas de visitantes (un gesto claramente antidemocrático) o reformar la norma de financiación pública. Esta opción está basada en un estimado de aportes del sistema de US $32 billones (millardos de Colombia), que incluyen US $16,9 billones de compras en las comunidades aledañas además de la generación de 295.000 empleos: una tasa de retorno de $10= por cada dólar público invertido, un indicio claro de un buen negocio social y financiero.

El debate es similar en todas partes del mundo. Los Estados no ven con interés la inversión en conservación y gestión de las áreas protegidas porque estas califican como simple gasto. La percepción creciente de injusticia es similar a la que se sentía hace unos años en Galápagos, que sostenía todo el sistema ecuatoriano, pero no recibía nada, con lo cual amenazaba ruina. La gallina de los huevos de oro en Colombia son las Islas del Rosario y Tayrona, centros de economía pseudo ecoturística donde cada “operador” hace más o menos lo que le da la gana, a pesar de los inmensos esfuerzos y sacrificios del personal de Parques Nacionales.

Colombia en paz indudablemente atraerá varios millones de esos turistas que no caben en el Gran Cañón y querrán visitar Chiribiquete, un rival escénico como pocos. Y si Bahía Solano cuenta con el turismo comunitario de Josefina Klinger, los llanos con una red de Reservas Privadas como Bojonawi, Hato La Aurora, Fundación Palmarito o la Estación La Palmita, es evidente que hay espacio para decenas más. Pero hay que ser concientes de que el ingrediente central de la economía del ecoturismo en las áreas protegidas, curiosamente, no es el paisaje: es el conocimiento vinculado. Al principio, subyuga a escena, es cierto, pero inmediatamente la gente comienza a hacer preguntas, consecuencia natural de la conexión biofílica de los humanos con la exuberancia vital que extrañamos en un mundo urbano. ¿Y cuántas veces no les han sorprendido los relatos acerca del origen alienígeno de las estatuas de San Agustín, o les han indignado las invenciones de “guías” turísticos ávidos de propinas, pero que no distinguen una danta de un chigüiro?

El reto de la economía de las áreas protegidas no es cuadrar el negocio, es ofrecer conservación y educación significativas, y para ello el sistema colombiano debe aliarse con los institutos de investigación del Ministerio de Ambiente y construir una perspectiva conjunta consistente. De lo contrario, mataremos nuestros parques…por amor.

Editorial de Brigitte Baptiste para la República: US National Parks Service: muerte por amor

 
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Sistemas agroalimentarios inteligentes (Columna de Brigitte Baptiste)

Brigitte Baptiste, directora del Instituto Humboldt
07/07/2016
 
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En estos días en los que las palomas vuelan en contra de la paz y las vacas comen oso a medida que la frontera agropecuaria sigue extendiéndose de manera innecesaria e irresponsable, la gente de las ciudades se pregunta “qué es realmente bueno para comer”. Como Marvin Harris en su famoso libro (Alianza, 1999). Nadie sabe ya si el gluten es venenoso, si el metal de la lata de atún se consume con el contenido, si la propaganda contra los transgénicos es solo una estrategia contra las corporaciones o realmente estos tienen incidencia en el bienestar humano. Reina la incertidumbre, especialmente en las ciudades, nichos de propaganda y pérdida de referentes acerca de los procesos productivos rurales, sean estos campesinos o industriales.

Ya es evidente la transversalidad de las políticas alimentarias y nutricionales del país con las de paz, salud y medio ambiente: cuando una gran parte de los alimentos deja de producirse localmente, acaba predominando en ellos el peso del petróleo utilizado en sus infinitos empaques y mecanismos de conservación química o transporte. La huella ecológica de la comida colombiana se extiende hasta el cinturón del trigo norteamericano gracias a nuestro apetito hispánico por el pan, y el consumo de productos importados de las más distantes regiones crece en desmedro de la producción local. Esto podría percibirse como un efecto colateral positivo para la conservación de la biodiversidad, ya que grandes áreas de economías campesinas en la alta montaña, en zonas de difícil acceso, han sido abandonadas los últimos 30 años. La densificación de vías de tercer nivel probablemente incida en la re-deforestación de la cordillera: efectos de la paz sin ordenamiento territorial.

La producción agroalimentaria de calidad, sin embargo, es una exigencia moderna para disminuir la vulnerabilidad al cambio climático, garantizar la restauración de la biocapacidad de los suelos y los procesos ecológicos vinculados, tales como la polinización silvestre, la regulación biológica de plagas y enfermedades o la disponibilidad de nutrientes y agua. En todo ello radica la eventual capacidad de producir comida con todo el sentido cultural que ello implica: en un escenario de sostenibilidad es imposible pensarla por fuera de un sistema de valores relacionales, es decir, pleno de cargas culturales positivas, de sentido del goce por lo propio, del disfrute de la variedad y de la posibilidad de prevenir la mayoría de problemas de salud derivados de las dietas industriales estandarizadas.

Pretender que la biodiversidad es un problema para la ganadería o la agricultura es renovar la visión colonialista del territorio, ignorando que el creciente deterioro de la salud ambiental redunda en mayores costos para la producción que se trasladan a los consumidores, las generaciones por venir o usuarios de la producción. Los sistemas agroalimentarios inteligentes buscan articular el conocimiento de las ingenierías nativas, las ciencias de la sostenibilidad y la oferta natural de la mejor manera, para entregar a nuestros hijos y nietos un territorio restaurado, limpio y altamente productivo. En los acuerdos propuestos en La Habana hay una oportunidad para impulsar esa transición a pesar de la visión extremadamente convencional que los rodea.

Lo digo yo, que fui criada con amarillo 5 y toda clase de glutamatos, antioxidantes, preservativos, hormonas y emulsificantes, indudable fuente de algún efecto psicotrópico en mi razonamiento…

Editorial de Brigitte Baptiste para la República: Sistemas agroalimentarios inteligentes

 
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La ilusión de la identidad (Columna de Brigitte Baptiste)

Brigitte Baptiste, directora del Instituto Humboldt
28/04/2016
 
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De los tres conceptos presentados hace unas semanas como problemáticos dentro de la gestión de la biodiversidad, los ecosistemas y sus servicios derivados, el de la identidad es probablemente el más complejo a la hora de plantear las posibilidades de intervención y transformación del territorio, algo que por demás es inexorable. La identidad es una noción que tiene profundas implicaciones culturales y filosóficas, por cuanto es una propiedad emergente del ser, es decir, es ontológica y se asocia con la persistencia de las cosas a lo largo del tiempo, algo que siempre es correlativo. El cacao, por citar un ejemplo, es una planta que apenas lleva 10 millones de años en el mundo, para no hablar de la transformación de una rama evolutiva de primates en humanos y sus proyecciones post-humanas hacia la existencia cyborg, una perspectiva abrumadora.

La cuestión de la identidad fue claramente planteada por los presocráticos que, sin atormentarse, dudaron de la permanencia de las cosas, una duda “corregida” inicialmente por Platón y luego por Aristóteles. La tranquilidad duró hasta que se descubrió el comportamiento simultáneo de la luz como onda y como partícula, agravada por el descubrimiento reciente de las ondas gravitacionales. Un problema insoluble a la luz del nominalismo y con grandes repercusiones en el derecho: ¿qué es una cosa que puede ser dos, o tener diversas manifestaciones? ¿Qué es, en sentido estricto, empírico, lingüistico y legal, un humedal, un páramo, una selva?

La naturaleza, por otra parte, es susceptible de ser aprehendida de muchas formas, irreductibles entre sí, haciendo que las categorías “obvias” para describirla ni siquiera existan en muchos sistemas de conocimiento. La noción de ciencia única y verdadera, por ejemplo, ha sido cuestionada por los mismos académicos al detectar en ella los mismos elementos dogmáticos de la religión y los mismos efectos colonizadores del imperialismo, pues desde la constatación de la evolución biológica, basada en la selección natural, nada tiene una identidad definitiva y la realidad es más líquida e inestable de lo que nuestra mente nos hace creer, haciéndola un objeto político domesticable solo por el acuerdo colectivo.

En ese sentido, el uso de la noción de identidad en ecología es tremendamente problemático. Hablar de la existencia de los ecosistemas como objetos puros es impensable, pese a lo cual hoy basamos gran parte de nuestras decisiones de manejo en ello, como si la Magia Salvaje no fuera una fantasía, deliciosa, pero irreal: solo la cultura es capaz de darle esa connotación, de estabilizarla dentro de ciertos parámetros. De hecho, las “ciencias de la conservación”, una respuesta práctica a la destrucción de la naturaleza por parte de la humanidad, navega entre las áreas protegidas “a perpetuidad” y la gestión de procesos dinámicos, más ajustados al movimiento perpetuo del universo y los seres vivos, dentro de los cuales somos preponderantes (después de las bacterias). La construcción de conceptos como selva, sabana o desierto con las que pretendemos garantizar la continuidad de la vida, aún se ajusta cada día: “delimitamos” páramos y hacemos ciertas traducciones jurídicas muy imperfectas de hechos heterogéneos, difusos y cambiantes: la maldición de la modernidad malinterpretada por las instituciones. La eternidad definida por decreto…

Nada hay en la naturaleza que no sea una cosa y al siguiente instante la otra. Y todo lo contrario.

Editorial de Brigitte Baptiste para la República: http://www.larepublica.co/la-ilusi%C3%B3n-de-%07la-identidad_373541

 
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Plusvalía verde (Columna de Brigitte Baptiste)

Brigitte Baptiste, directora del Instituto Humboldt
11/02/2016
 
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Se dice que el factor más crítico para el desarrollo de ciudades con amplios espacios verdes es el costo del suelo urbano, que hace ineficiente el gasto en otra cosa que no sea “cemento”. Los mercados valoran financieramente esta renta con base en las preferencias de las personas para habitar o trabajar en zonas con buena infraestructura de servicios, movilidad, seguridad y, eventualmente, paisaje. Los avalúos miden la calidad del centímetro construido, que debe reflejar el esfuerzo hecho en minería, comercio, tecnología y trabajo para producirlo. A esta escala, sin embargo, es imposible capturar el valor que le añadieron los procesos ecológicos que lo hicieron posible (huella ecológica) y tampoco la eventual plusvalía derivada de su nueva inserción en un ecosistema artificial y poco comprendido como tal, la ciudad.

En “The Economy of Green Cities: A World Compendium on the Green Urban Economy” (R. Simpson y M. Zimmermann, 2013) se puede acceder a propuestas de ajuste para una economía del desarrollo urbano sostenible con diversas aproximaciones. La más importante corresponde a la valoración integral de las preferencias sociales en la escala adecuada: la gente habita la ciudad a plenitud, no unos cuantos metros de infraestructura. Al ampliar la escala de análisis, cambia toda la teoría del bienestar, pues no es la propiedad la que satisface, sino el disfrute del hábitat, el buen vivir. Y el hábitat humano está mal diseñado y a menudo, perversamente habilitado: educados como autistas, no apreciamos el poder colectivo de crear y compartir un bosque o un humedal. En cambio, nos hacemos matar por el primer árbol o charco que se nos cruza; la paradoja del ambientalismo urbano.

La evidencia de que los costos de las áreas verdes son financieramente viables incluso en los suelos más caros del mundo está a la vista hace décadas: Central Park en Nueva York o el Bosque de Chapultepec en Ciudad de México, construidos con recursos públicos y privados. Se hicieron y se mantienen, como las grandes catedrales, gracias a una variedad de mecanismos de transferencia de plusvalía del suelo urbano. Así, aprendemos a diseñar paisajes urbanos definiendo niveles de control de lo silvestre y estrategias combinadas de gestión que amplían la resiliencia de las ciudades del futuro. Ingeniería de ecosistemas, rentable y sostenible.

Detrás de las grandes áreas verdes urbanas hay mucho más que el cálculo del costo/beneficio monetizado del metro cuadrado, pues muchos de los beneficios que se obtienen son difíciles de cuantificar. Estos incluyen mejores condiciones de salud física y mental, capacidad de convivencia y disfrute colectivo y recreación y desarrollo compartido de actividades culturales a gran escala. Paz, en una palabra. Paradójicamente, ni la biodiversidad ni sus servicios han sido consideradas como componente fundamental en el diseño de estas áreas: el Parque Simón Bolívar en Bogotá es bonito pero casi estéril, pues la frontera entre lo silvestre y lo doméstico ha sido trazada con alambre de púa en muchas mentes y sociedades. El resultado, la declinación paulatina y persistente de la calidad del hábitat, el empobrecimiento.

Las ciudades de millones de habitantes y miles de dólares por metro cuadrado construido requieren invertir esfuerzos y sumas equivalentes en infraestructura silvestre si quieren persistir unas décadas más y preservar o incrementar el bienestar de sus habitantes. Por eso hay que reconocer y manejar la plusvalía verde a la escala adecuada: enriquece la vida urbana.

Editorial de Brigitte Baptiste para la República: http://www.larepublica.co/plusval%C3%ADa-%07verde_348501

 
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Estabilizar estacionalidades (Columna de Brigitte Baptiste)

Brigitte Baptiste, directora del Instituto Humboldt
28/01/2016

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Que “Colombia es un país sin estaciones porque está ubicada en la zona tórrida” era una de las letanías escolares con la que fui formada, mientras el vallenato romántico insistía en hablar de la primavera y Medellín la convertía en eterna, evidenciando la transferencia lingüística de visiones coloniales de los ciclos climáticos. Entretanto, las temporadas de lluvias iban y venían empujadas por los alisios, los ríos crecían o decrecían, los “veranos” y los “inviernos” marcaban el movimiento de las vacas entre la sabana y la ciénaga, los pescadores salían a vivir en las riberas aprovechando la subienda de peces, las cosechas cafeteras definían la migración de trabajadores del campo. Hoy día, incluso en nuestro Ecuador astronómico, en medio de la selva, pueblos indígenas disfrutan del “sol de piña” o del “tiempo del caimo” para referirse a la estacionalidad ecológica que marca el calendario de bailes y fiestas en las malocas, el ciclo de la chagra, el goce de cada día.

Curiosamente, el paso de las estaciones en la región ecuatorial sigue representando un desastre económico y social, y la capacidad predictiva de las ciencias, instalada hace décadas, es motivo de diversión y desconfianza popular, pues exigimos a los expertos que predigan con precisión si va a llover el domingo en la fiesta campestre de los cuñados (algo imposible), cuando se desesperan tratando de explicar el advenimiento inexorable de las grandes sequías o inundaciones. Nuestra cultura progresivamente urbana se limita a juzgar su cuota de felicidad diaria por la presencia de nubes, que distingue un día “bonito” de uno maluco. Pensaría uno que los productores de energía, de leche, de papa o de tilapia han integrado la variabilidad climática interanual en sus esquemas de planificación y, con un mínimo de confianza en sus propias experiencias y la sistematización de datos de la ciencia, no se precipitan de cabeza al desastre cada vez que llega “El Niño” o “La Niña”, pero no.

Parte de la incapacidad de adaptación que nos afecta es la pretensión de que el Estado estabilice las ofertas por encima de las cualidades de los ecosistemas: necesitamos agua y energía persistente, a cualquier costo, o colapsamos. Y es al contrario, las estacionalidades, que se acentuarán, no se reflejan en los mecanismos isomorfos que el mercado ya había establecido para adaptarse a ellas: los precios. Por eso, las fórmulas para calcular el precio de la gasolina son inescrutables.

El manejo, no la supresión de la estacionalidad, ha sido la clave de la adaptación de todos los pueblos del planeta y por ello surgieron las ciencias, sean estas griegas o wayuu. No se entiende entonces cómo nos precipitamos al colapso año tras año y gastamos en las reparaciones de los daños más de lo que ganamos a menos que haya algún mecanismo perverso actuando y las razones de esas ciencias deban hacerse a un lado discretamente, para favorecer las “maladaptaciones” que se incrustan en una cultura de reestructuración de deudas privadas con cargo a lo público y de cosechas de contratos de reconstrucción, esas sí, regulares y predecibles entre quienes viven del mal ajeno y la distribución inequitativa del riesgo y el desastre.

Harían bien las compañías de seguros en contratar ecólogos, no solo matemáticos, pues los colapsos que nos afectarán en las décadas por venir serán, cada vez menos, producto de la estacionalidad de un clima que sabemos hacia dónde va, pero más, por las guerras promovidas por quienes instalan la vulnerabilidad.

Editorial de Brigitte Baptiste para la República: http://www.larepublica.co/estabilizar-estacionalidades_344326

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Ecología gagá (Columna de Brigitte Baptiste)

Brigitte Baptiste, directora del Instituto Humboldt
14/01/2016

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Vicente Macuritofe murió hace poco en medio de las selvas del Caquetá, su hogar y hábitat tradicional. Abuelo centenario, colaboró por años como muchos sabios indígenas, con estudiantes y doctores que desde la academia aprendieron de él, en la noche, acerca de las plantas y sus dueños. De hecho, estas palabras constituyen el título de un libro hermoso y perdido con coautoría de C. Garzón (1989, UN), en donde la experiencia milenaria del pueblo murui se expresa ante todo como conocimiento ecológico y a la vez, sagrado: fundamento de la supervivencia humana en la selva, que también contiene y estructura el sentido de la existencia.

Como principio de la colaboración a menudo larga y silenciosa entre mayores indígenas y científicos occidentales, el respeto mutuo al que se llega con la humildad de quien conoce los límites de su pensamiento en el tiempo y el espacio, que poco florece entre jóvenes o funcionarios, impacientes en su intento de reducir todo a una ecuación, a una clave, sin haber experimentado la plenitud de las escalas. Porque la ecología, pariente de la geografía y la historia, piensa en decenas de años y de hectáreas; al menos en tres generaciones. Nada se entiende con un sobrevuelo, un testimonio aislado, una experiencia única. Más sabe el ecólogo por viejo que por diablo…

En estos tiempos de debates ambientales álgidos, donde se equipara cultivar, pescar o hacer casa con asesinar y se considera que cortar un árbol es “talar”, se requiere del pensamiento ancestral, griego o yucuna, para recuperar el sentido de las proporciones. Y está bien que construir y poner en funcionamiento un lago artificial que incide en la cantidad de agua disponible, la pesca, la acuicultura, la generación de energía y la navegabilidad en un gran río se torne un asunto de alta política e intervención en las cortes, pero antes de llegar a ellas deberíamos acudir con más serenidad al sentido que las ciencias de la sostenibilidad buscan darle a las transformaciones persistentes del entorno: nuestro contexto de planificación debería ser capaz de operar al ritmo de los ciclos ambientales, ahora anómalos por la aceleración que viene de maximizar el retorno de las inversiones en el plazo más corto, la enfermedad económica que nos deja sin futuro. Y si cuestionamos el aparente cortoplacismo del indígena que satisface el hambre día a día, debemos entender que disfruta la confianza colectiva en el funcionamiento espontáneo y persistente de ecosistemas capaces de proveer y absorber el impacto de sus actividades, liberándolos del tiempo como carga, el deber del Estado…

Coincide el budismo zen en esta perspectiva, a la cual se llega tras muchas subidas y bajadas del río, cosechas prósperas o no, selva talada y regenerada. Pero la ecología no es una ciencia en la cual el país quiera confiar, se fomenta poco, se identifica por conveniencia con la algarabía del activismo y se desecha por recomendar la prudencia y precaución. A nuestros mayores los retiramos a la fuerza, cuando más los necesitamos, o los llamamos “viejitos gagá” si participan del debate nacional.

María Giagrekudo, indígena de La Chorrera, se graduó con su tesis del “árbol de la abundancia” (U Distrital, 2013), basada en el conocimiento ancestral de su gente, colombianos que llevan apellidos como Zafiama, Manaideke o Manaidego: ecología propia para recuperar la confianza en el funcionamiento del mundo. Un guiño vital a Gloria Galeano y otros sabedores que discurren entre muchas selvas, para bien de todos.

Editorial de Brigitte Baptiste para la República: http://www.larepublica.co/ecología-gagá_340101

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Tierra congelada (Columna de Brigitte Baptiste)

Brigitte Baptiste, directora del Instituto Humboldt
10/12/2015

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Parece un gracejo, pero ante el calentamiento global una de las respuestas es congelar el uso del suelo “a perpetuidad”. Grandes áreas en las que predomina la funcionalidad ecológica silvestre representan la posibilidad de retener resiliencia, es decir, capacidad de maniobra frente a los efectos indeseables o imprevisibles del cambio global. Congelarlas, sin embargo, es una decisión crítica que también hace parte de los retos del desarrollo rural integral, más en manos del Ministerio de Agricultura que de Minambiente. De lo contrario, los parques se declaran siempre en áreas marginales y la conservación no se entiende como un mecanismo económico clave para la eliminación de la pobreza o la resolución del conflicto armado.

Existen numerosas circunstancias que limitan el potencial del “congelamiento”, estrategia en la que mucho del ambientalismo hace énfasis, tal vez por el hálito de naturalidad con el que moralmente juzgamos la conveniencia de estas decisiones, tal vez por la facilidad y simpleza con la que se piensa desde la ciudad “delimitar” el territorio y su funcionalidad ecológica. Aquí la cuestión no es si somos capaces de definir y mantener un catastro de conservación, sino cómo esta actividad se constituye en fundamento ético y de la viabilidad económica y social del país y no se valida únicamente si los costos de oportunidad del suelo son extremadamente bajos. Inclusive, hay ejemplos de que aquello que es “productivamente apropiado” consiste a menudo en fincas rentistas cuya eficiencia es muy inferior a la producción potencial de servicios ecosistémicos: las vacas flacas no compensan el daño ambiental, exportan perjuicios, y si antaño se negaba un título de propiedad por retener bosque (prueba de ineficiencia), hoy debemos equilibrar la ecuación. En estos escenarios, restaurar humedales en la sabana de Bogotá o declarar una reserva como la “Thomas van der Hammen” que aparecen a todas luces como un despropósito financiero, no lo es si se valoran de manera integral los demás beneficios, aunque tal vez requieran un tratamiento diferencial.

Los recursos acumulados de las compensaciones ambientales, así como de otras fuentes de financiación sectoriales para la gestión ambiental bien podrían orientarse, en vez de sembrar árboles destinados a morir o comprar “reservas” (predios dispersos que nadie manejará), a fortalecer un sistema de ordenamiento del territorio basado en conocimiento, monitoreado, que supere la polarización entre preservar y destruir, y contribuya a darle sentido ecológico a la palabra competitividad. Las áreas protegidas no son una suma de hectáreas con anotaciones prediales restrictivas que promueven la expulsión de pobladores, sino una forma de proyectar consistencia en el uso del suelo, donde el frío tal vez no es el mejor tratamiento para hacer una gestión más equitativa y eficiente.

Recordemos que no hay nada menos natural que un área protegida, pues en ella convergen decisiones económicas y políticas de toda una sociedad, basadas en la combinación de conocimientos y voluntades, y donde ya aparecen decenas de propuestas alternativas por parte de gremios y empresarios responsables, comunidades locales orgullosas de su patrimonio, ciudades conscientes de su huella ecológica e instituciones que, como todos, quieren aportar a la solución así a menudo las normas no lo faciliten. Necesitamos un marco ampliado para la gestión de la biodiversidad en contextos territoriales, pues el modelo clásico llegó a su límite.

Editorial de Brigitte Baptiste para la República: http://www.larepublica.co/tierra-%07congelada_331341

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Colapsos creativos (Columna de Brigitte Baptiste)

Brigitte Baptiste, directora del Instituto Humboldt
26/11/2015

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Los empresarios están acostumbrados a los ciclos de vida de las inversiones y poseen mecanismos explícitos y formales para afrontar el crecimiento, la estabilización o la quiebra, de manera que se favorezca la evolución del sistema productivo. El capital de inversión, sea financiero, humano o tecnológico, sigue tendencias de consolidación, articulación o crecimiento que pueden también revertirse: en economía, así como en geología o en ecología todo sigue tendencias y comportamientos similares de acreción u erosión. Los paralelos entre las economías de la naturaleza y las de los humanos han sido fuente de inspiración, pero curiosamente nos han conducido a dos perspectivas separadas de la existencia, en las que ignoramos su interdependencia.

Los sistemas biológicos también crecen, se estabilizan y quiebran, regidos por la disponibilidad de “materias primas” (agua, nutrientes, información genética) y por la disposición o “cultura organizacional” de las especies que interactúan (cadenas tróficas, relaciones de cooperación o competencia), en un sistema amoral y extremadamente violento, donde la eficiencia energética de los procesos es muy baja, para garantizar energía para la innovación: en los sistemas vivientes el cambio, la reorganización continua de los procesos es la clave de la adaptación, no la persistencia de las estructuras. En los sistemas socioeconómicos, no queremos ser tan efímeros; la cultura, así no parezca, busca ser menos cruel que la biología. No queremos magia salvaje como guía del comportamiento social.

La persistencia de estados socioeconómicos también tiende a generar condiciones de obsolescencia; acumulan entropía hasta que comienzan a colapsar, como un bosque antiguo que inexorablemente se debe quemar. La Amazonia, como un todo, requiere sacrificar un 50% de su área en procesos de destrucción “programada” para persistir, pero en la sociedad es muy difícil mantener ese ritmo, ya que implica una actitud de desprendimiento importante y capacidad para desarrollar “modos de vida de la inestabilidad”. Los sistemas de mercado emulan esta dinámica a través de la sucesión de modas, olas de renovación genuina, o la simulan letalmente a través de la obsolescencia programada, encubierta por la publicidad engañosa y el consumismo.

Muchos sistemas éticos o religiosos predican comportamientos autorestrictivos de mayor o menor intensidad, funcionales a la estabilidad e identidad socioecológica. Algunos logran incluso congelar el tiempo, haciendo de la inequidad un ritual suicida pero festivo: prometer huríes, discriminar las mujeres y desnutrir niños, como en las teocracias patriarcales. Otros distribuyen la restricción equitativamente: los franciscanos, las ecoaldeas, la permacultura. En todos, sin embargo, persiste un tipo de muerte, como el simulacro ecológico de las palmas de cera del Quindío.

El Panel de Recursos Naturales de Pnuma advierte de un colapso de los sistemas de soporte planetario, así como de la población global, en los próximos 30 años. Tiempo de demolición, entonces. En la quiebra y capacidad asombrosa de recuperación de los pequeños empresarios de la papa pareciera haber una clave evolutiva, pues parecen tener el secreto para traspasar las fronteras del colapso y llevar su experiencia a la reorganización innovadora del sistema. Un desastre bien administrado que permite renovar e instalar nuevas capacidades, sin sacrificar la memoria.

Queda planteado el reto para organizar un buen colapso planetario…

Editorial de Brigitte Baptiste para la República: http://www.larepublica.co/colapsos-creativos_326496

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Altillanura en transición (Columna de Brigitte Baptiste)

Brigitte Baptiste, directora del Instituto Humboldt
12/11/2015

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Si hay un departamento que ha tomado en serio los retos de la sostenibilidad es el Vichada, según indica el desarrollo institucional más reciente, y la concentración de actividades exploratorias en temas agroindustriales, de infraestructura y turísticos basados en inversiones del fondo de regalías en ciencia y tecnología. Se están construyendo y desarrollando las agendas de producción de conocimiento para orientar las transiciones que la altillanura está comenzando a experimentar y en las que Colombia apuesta gran parte de su credibilidad en las políticas ambientales. Se discute cada vez con más ahínco y fundamento el modelo de desarrollo de la región, que afortunadamente no depende la producción petrolera o minera sino de la forma en que afronte el reto de convertir una parte de un territorio silvestre en agroecosistemas de diversa índole.

La expectativa es incorporar al menos un millón de hectáreas (10 tiene el departamento, 4 de ellas en resguardos indígenas) a la producción de alimentos y materias primas de interés nacional y global con responsabilidad ambiental. La ciencia busca contribuir con escenarios en los cuales se simulan los efectos de tal transformación en el agua, el suelo, la biodiversidad, los pueblos indígenas, la sociedad e instituciones vichadenses de la actualidad. La apuesta por la sostenibilidad es práctica y concreta, y radica en saber qué componentes del territorio actual se transforman de qué manera y bajo qué criterios, y cómo se les hará seguimiento y ajuste: diseñar territorios seguros.

Hay margen de maniobra, hay voluntad. Por ejemplo, se inaugurará en pocas semanas el Centro de Investigación en Energías Renovables (Ciner) con inversiones superiores a los US$18 millones, cuyo funcionamiento está garantizado con las ventas de la energía solar que el proyecto producirá: falta que Colciencias y la comunidad científica nacional lo apropien y mantengan activo, incluso con alcances más amplios que los originalmente previstos (cuenta con auditorios de primera calidad, laboratorios, espacio de exhibiciones). Se cuenta con innovaciones en la producción forestal como las de la Reserva de la Sociedad Civil La Pedregoza, la pesca deportiva de bajo impacto de la Fundación Orinoquia Diversa, o el ecoturismo en los ríos Orinoco, Meta o Vita “guiados” por los delfines protegidos hace décadas por la Fundación Omacha, entre muchos otros.

Grandes inversionistas como Río Paila y Manuelita o Forest First se preguntan, en medio de conocidas controversias, por las mejores formas de establecer plantaciones, desarrollar agroindustria o nuevas ganaderías que no sacrifiquen los servicios ecosistémicos de los cuales dependerá su negocio y garanticen, con la autoridad ambiental, la equidad en la distribución de los impactos, así como su capacidad de adaptarse al caos climático que ya se siente. ¿Qué reclama la gente? Más espacios y mejores condiciones para la participación y el debate público, opciones de desarrollo rural integral, fortalecimiento de capacidades. Es indudable que lo que le pase al Vichada lo disfrutarán o sufrirán primero en el Vichada, por lo cual la noción de responsabilidad y distribución de riesgos es central a la toma de decisiones: se acumulan en la historia los pasivos ambientales, daños al patrimonio colectivo causados por actores públicos o privados que ya no están presentes y no responden.

Un Vichada sostenible sería un ejemplo de coherencia en un modelo de desarrollo sostenible para el mundo entero, desde el país que propuso los ODS.

Editorial de Brigitte Baptiste para la República: http://www.larepublica.co/altillanura-en-transici%C3%B3n_321481

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Patricia y el Gobierno abierto (Columna de Brigitte Baptiste)

Brigitte Baptiste, directora del Instituto Humboldt
29/10/2015

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Mientras los últimos aguaceros del huracán Patricia se deshacían en Texas luego de atravesar México, el mandatario Enrique Peña Nieto presidía la cumbre de la Alianza por el Gobierno Abierto-AGA (ogpsummit.org), firmada en 2011 y de la cual hace parte Colombia (agacolombia.org). La organización, que cuenta con 66 países, los compromete a incrementar la transparencia, la rendición de cuentas, la participación ciudadana y la innovación tecnológica aplicada a la democracia y respeto de los derechos humanos, un “cambio en la dinámica tradicional en la que los ciudadanos y sus gobiernos se relacionan”.

La referencia a “Patricia”, por supuesto, no es trivial, pues se trató de un fenómeno excepcional con el potencial de irrumpir y cambiar definitivamente, como lo hicieren Katrina o Sandy en el pasado, todas las perspectivas de crecimiento económico y bienestar de varios Estados. Patricia se desarrolló en el Océano Pacífico en menos de 10 horas a partir de la acreción de varias tormentas y se convirtió en el huracán de mayor potencia de la historia, con vientos superiores a los 320 km/h. Afortunadamente, así como se formó, se disolvió, aliviando pronósticos de desastre total en más de la mitad del país (dicen los mexicanos que fue la Guadalupe la salvadora). El fenómeno meteorológico está muy probablemente asociado con el “Súper Niño” que se vive hace meses en el planeta y requiere de la comprensión colectiva de las variables que lo generan, su eventual asociación con el calentamiento global y, por supuesto, de los cambios drásticos que hubiera producido en el territorio, sus ecosistemas y del bienestar de cientos de miles de personas.

Si bien los huracanes o los Niños climáticos no se gobiernan, sus efectos sí, y la noción de gobierno abierto es fundamental para afrontar las transformaciones ambientales que se avecinan, pues a todas luces se requiere de nuevos mecanismos que potencien la capacidad de la sociedad en pleno para afrontarlos. A medida que los efectos del cambio se intensifiquen, necesitaremos varias veces la capacidad de respuesta que hemos desplegado en el pasado y, sobre todo, necesitaremos innovar a fondo en la gestión colectiva del desarrollo. No basta con mayor y mejor participación, se requiere ingenio, recursos, formación de capacidades y coordinación para no repetir o profundizar las condiciones de vulnerabilidad, lo que predomina. Ahí es donde las apuestas de gobierno abierto se requieren, pues promueven entre otras cosas, acceso a datos e información fidedigna, instituciones de calidad y participación justa y efectiva de la sociedad civil en la formulación de políticas y planes de acción: más y mejor democracia.

A los gobiernos regionales elegidos, a los directores de corporaciones ambientales, a quienes planean lanzarse a futuros comicios, las prácticas del gobierno abierto les resultarán fundamentales para apalancar y legitimar sus respuestas a los retos del posconflicto, pero sobretodo, a las crisis ambientales: hay suficientes voces en todas partes advirtiendo que la naturaleza del mundo cambió y que la única opción es gestionar una transición efectiva hacia la sostenibilidad. A manera de ejemplo, sabemos que Colombia debe ponerse al día en su infraestructura, pero también que no hay que confundir desarrollo con obras, pues no es posible alcanzar los sueños de los años 70 con un planeta lanzado 40 millones de años atrás: no da la magia, ni salvaje, ni domesticada.

Editorial de Brigitte Baptiste para la República: http://www.larepublica.co/patricia-y-el-gobierno-abierto_316436

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